26 Nov
Por: Gabriel Villalba Pérez*
La historia reciente de Bolivia está atravesada por una paradoja geopolítica: mientras el país es presentado internacionalmente como un eslabón problemático dentro del circuito global del narcotráfico, su territorio ha sido, durante décadas, laboratorio de una intervención sistemática que se justificó bajo el eslogan de la lucha contra las drogas. Pero que en la práctica operó como un dispositivo de control político. Re abierto el debate sobre la presencia de la DEA en Bolivia conviene preguntarse cómo operó esta agencia en el país ¿Fue un mecanismo de cooperación o un instrumento de tutela extranjera?
La DEA ingresó a Bolivia al calor de la Doctrina de Seguridad Nacional que redefinió a América Latina como un tablero de amenazas híbridas. El narcotráfico, que sin duda constituye un fenómeno criminal real, fue reinterpretado por Washington como un problema de seguridad hemisférica, lo que habilitó la presencia operativa, logística e incluso táctica de una agencia extranjera dentro de las instituciones bolivianas. El documental INVASIÓN USA de Andrés Salari expone con crudeza cómo el discurso de lucha contra el narcotráfico se convirtió en una carta blanca para que la DEA actuara con autonomía funcional a través de operativos nocturnos sin supervisión, control directo sobre unidades policiales y militares locales, confiscación de información estratégica y, lo más grave, una política de inteligencia paralela que desbordaba la normativa nacional. Esto coincide con denuncias históricas hechas por diversos investigadores bolivianos: la agencia no sólo administraba el narcotráfico, sino que seleccionaba actores políticos, territorios y líderes sindicales en función de un mapa de intereses geopolíticos.
La pregunta no es si la DEA ayudó o no ayudó, sino, qué implicó permitir que una agencia extranjera actuara sin control judicial ni parlamentario. Un Estado cuya policía responde a una oficina foránea es un Estado con soberanía condicionada. Mientras Washington insistía en el discurso de la responsabilidad compartida, evitaba recordar que el principal consumidor global de cocaína es justamente Estados Unidos. El 85% del dinero del narcotráfico no circula en Bolivia, sino en el sistema financiero internacional. Y, sin embargo, la presión recayó siempre sobre los países supuestamente productores, no sobre los centros globales de lavado y consumo de droga.
La DEA no opera sola; opera articulada con contratistas, empresas de tecnología de vigilancia, proveedores de armamento y una red de intereses que lucran con la narrativa del enemigo interno. Allí donde hay conflicto, hay presupuesto; allí donde hay presupuesto, hay poder. La DEA se volvió un actor político en Bolivia, con capacidad para incidir en decisiones internas, moldear percepciones públicas y legitimar intervenciones bajo el paraguas de la cooperación.
La salida de la DEA en 2008 fue interpretada por algunos analistas como un acto de antiamericanismo. Pero más bien fue un acto de realismo soberano. La pregunta que abrió ese momento es si Bolivia puede diseñar una política antidrogas propia, eficaz y sin tutelaje. Los datos posteriores indican que los decomisos y la desarticulación de fábricas de droga no disminuyeron tras la expulsión; por el contrario, varias métricas oficiales mostraron estabilidad o crecimiento en los resultados operativos de la FELCN y UMOPAR. Esto sugiere que la presencia de la DEA no era un requisito técnico sino una opción política.
El debate sobre la DEA en Bolivia no es un debate del pasado. Aún hoy persisten presiones externas, rotulaciones mediáticas y estrategias diplomáticas que buscan reinstalar la idea de que la seguridad boliviana debe ser gestionada desde fuera. Bolivia necesita una política antidrogas que no subordine su estrategia nacional a intereses ajenos; controle militar y policialmente su propio territorio sin paralelismos institucionales; incorpore transparencia y control civil y exija rendición de cuentas a las redes financieras internacionales donde realmente se concentra el negocio del narcotráfico.
La soberanía no se negocia, se ejerce. Y ejercerla implica desarmar la matriz cultural que normalizó la injerencia como si fuera cooperación. La DEA no es solo una agencia; es una expresión de poder imperial en la era de las guerras asimétricas. Reconocerlo es el primer paso para que Bolivia deje de ser objeto y se convierta plenamente en sujeto en su propia política de seguridad.
*Es abogado y docente de posgrado de la UMSA.