
Por Anonymous.
Mientras varios países europeos intentan revivir el servicio militar para reforzar sus estructuras hegemónicas y sostener el orden capitalista global, Bolivia parece tomar un camino opuesto. Aquí, una nueva conciencia comienza a gestarse entre los pueblos indígenas y campesinos, quienes históricamente han conformado más del 90 % de la tropa militar, y que hoy se organizan para impedir que sus hijos sigan alimentando un sistema que muchas veces ha sido su verdugo.
Esta resistencia no es menor: busca evitar el fratricidio, el parricidio y el filicidio, términos que no son exageración en un país donde las Fuerzas Armadas han sido utilizadas una y otra vez para reprimir a su propio pueblo. La historia boliviana está marcada por masacres contra mineros, cocaleros, gremiales, indígenas, campesinos y maestros. Esa sangre, derramada en nombre del «orden», proviene en su mayoría de jóvenes que fueron obligados a servir en cuarteles y luego enfrentados contra sus propias familias.
El enfrentamiento entre padres e hijos, entre hermanos y entre compatriotas, debe cesar. Sin embargo, el actual gobierno, encabezado por Luis Arce, ha recurrido nuevamente al despliegue militar para reprimir demandas sociales legítimas: hambre, escasez de combustible, falta de dólares y una inflación creciente. La represión ha sido una constante, no una excepción.
Durante más de un siglo, el servicio militar obligatorio ha funcionado como un andamiaje colonial que sostiene un poder racista y opresor, alimentado por los más humildes para defender los intereses de los más poderosos. La paradoja es cruel: los soldados que portan el uniforme son hijos de los sectores históricamente oprimidos, usados como carne de cañón para sostener un Estado que los margina.
No es verdad que el servicio militar garantice ciudadanía, empleo o respeto. Esa narrativa ha servido solo para perpetuar desigualdades. Quienes acceden a educación, trabajos dignos y reconocimiento social no son, en su mayoría, quienes pasaron por el cuartel. Son quienes evadieron el servicio mediante mecanismos como el premilitar o la compra de libretas.
Mientras tanto, ¿cuántos presidentes y candidatos cumplieron con su servicio militar? ¿Cuántos asumieron la responsabilidad constitucional que hoy exigen a los más pobres? En Bolivia, la doble moral está institucionalizada: a los indígenas se les exige cumplir, mientras a las élites se les permite eludir.
Hoy, comunidades enteras —ayllus, juntas vecinales, tentas— comienzan a plantear una alternativa: vaciar los cuarteles de indígenas y campesinos y construir un servicio comunitario bajo control de las autoridades originarias. Un verdadero servicio al pueblo, no al poder.
Si las élites quieren Fuerzas Armadas que defiendan sus intereses, que sean sus hijos quienes vayan al cuartel. Porque mientras los «señoritos» no cumplan con el mismo deber, no hay democracia, solo desigualdad. Es momento de que todos los bolivianos participen por igual o que, sencillamente, nadie lo haga.
La campaña para terminar con el servicio militar obligatorio no es solo una reacción coyuntural. Es el inicio de una transformación profunda que cuestiona estructuras históricas de dominación. Es hora de decir, sin miedo ni ambigüedad: nunca más un servicio militar que sirva a corruptos y traidores. Bienvenido el servicio comunitario, para defender al pueblo, no para oprimirlo.