Un estudio de organizaciones de la sociedad civil visibiliza la gran contribución de las unidades productivas familiares a la seguridad alimentaria del país. Proponen que el Estado dé mayor apoyo a este sector, para obtener mayor productividad y competitividad.
Desde hace décadas, los agroindustriales del oriente boliviano sostienen que la seguridad alimentaria del país depende de sus miles de hectáreas sembradas de maíz y soja, básicamente. Un estudio reciente del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA) y del Instituto de Investigaciones Socio-Económicas (IISEC) demostró que el 61% de alimentos que se consumen en el país es producto de la agricultura familiar campesina.
Según la investigación, la agroindustria produce apenas el 1% de lo que se come en los hogares. Lo demás se exporta. El 38% restante corresponde a alimentos provenientes del extranjero, mayormente Perú. Gran parte entra como contrabando.
En diálogo con Sputnik, Pamela Cartagena, directora de CIPCA, comentó que el contrabando desalienta la producción de alimentos en Bolivia. “Al no haber ninguna regulación del mercado, muchas comunidades, sobre todo del Altiplano paceño, han dejado de producir papa, han dejado de producir tunta, que era una especialidad” de esta región.
“El contrabando que entra por Desaguadero [frontera con Perú] es abismalmente superior en términos de mejor precio, mejor calidad”, explica.
“En la franja [de Perú] que va de Puno hasta Juliaca, toda la producción es bajo riego, por política pública. Ello de por sí incrementa de dos a cinco veces la productividad”, dijo Cartagena.
Y resaltó que del lado peruano “hacen manejo agroecológico y usan fertilización química. El riego lo permite, porque no se queman los suelos y la productividad sube”. En este sentido, destacó que si en Bolivia se obtienen cinco toneladas de papa por hectárea, en Perú se obtienen 17 toneladas en la misma superficie, mientras en Chile se cosechan 19 toneladas.
Contribución campesina
Para que los productos peruanos tuvieran tanta competitividad, fue esencial que los últimos gobiernos del hermano país desarrollaran un amplio sistema de riego.
La economista Carola Tito Velarde y la directora del IISEC, Fernanda Wanderley, son las autoras de la investigación Contribución de la agricultura familiar campesina indígena a la producción y consumo de alimentos en Bolivia, publicado por CIPCA este año.
Tito Velarde indicó a Sputnik que en su estudio “identificamos cuánto en volumen demandan los hogares de diferentes productos de la canasta básica, como ser verduras, frutas y productos de la agricultura familiar”.
Comentó que “de ese balance, vemos que la agricultura familiar aporta el 61% de productos frescos a la canasta básica”. La economista resaltó como “interesante que solo el 1% aporta la agricultura no familiar, aquella que es altamente tecnificada y que no usa mano de obra familiar”, lo que se conoce como agroindustria.
“Son datos bastante reveladores, que justamente visibilizan la gran contribución de las unidades productivas familiares a la seguridad alimentaria”, consideró.
El estudio de CIPCA y el IISEC —de la Universidad Católica Boliviana— se basó en gran medida sobre datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), según los cual en Bolivia habrían más de 870.000 unidades productivas familiares.
Si se calcula que en cada una trabajan en promedio cuatro integrantes de un mismo grupo familiar, eso significa que dan trabajo a 3,2 millones de personas. Un tercio del total de la población boliviana —tanto activa como no activa laboralmente—, que se estima sería de 11,5 millones de personas.
El mito de las comunidades vacías
Así como está el mito de que la agroindustria de Tierras Bajas alimenta al país, también existe la idea de que las comunidades indígenas campesinas de Bolivia tienen menos habitantes que años atrás.
“Aunque los estudios de los ruralistas indican que hay un vaciamiento del campo hacia la ciudad, siempre manejan el dato de que hace 50 años la población boliviana rural era el 70% del total. Y que hoy solo es el 30%, según el censo”, dijo Cartagena.
Pero “esa población en términos absolutos no ha disminuido. El porcentaje sí, pero en términos absolutos ha seguido creciendo la población en el campo”, salvo que creció mucho más en las ciudades.
Además, en las últimas décadas se manifiesta un fenómeno creciente: el de la doble residencia. Una parte importante de la población campesina también tiene su casa en las ciudades. Para Cartagena, en el próximo censo, a realizarse en 2022, debería incluirse una pregunta específica para tener más claridad sobre este asunto.
La directora de CIPCA contó que con los años las comunidades destinan una mayor parte de su producción al mercado. “La producción de las familias está entre un 60 y 55% destinada al mercado, mientras entre el 40 y el 45% se dirige al autoconsumo”.
“Esa brecha se ha ido acrecentando. Antes era menos para el mercado y más para el autoconsumo. Pero la tecnificación y las prácticas agroecológicas, así como las mejoras en el uso del suelo han determinado una mayor productividad. Eso también genera la posibilidad de insertarse con mayor volumen en el mercado”, dijo Cartagena.
Además de demostrar el aporte de las familias campesinas a los alimentos de la canasta básica, este estudio “también demuestra que muchos productos de agricultura familiar generan excedentes que no pueden ser comercializados. Presumimos que es por la distancia y la conectividad a los diferentes mercados”.
En muchas comunidades, las naranjas y los mangos “le dan a los chanchos, porque los caminos se ponen difíciles en tiempos de cosecha. No hay un fomento a este tipo de producción”, dijo Cartagena. Y afirmó que “las políticas del Gobierno más bien están orientadas a favorecer el agronegocio”.La directora de CIPCA espera que a partir de este estudio se pueda dialogar con el Estado sobre las políticas para las familias campesinas: “Queremos determinar cuántos recursos monetarios se destinan a la agricultura familiar. Y ya no solo pensar en subvencionar el diésel que usa el agronegocio”.